De un tiempo a esta parte, ha arraigado con fuerza la moda en internet de confrontar la imagen de las personas con diez años de diferencia, con el fin de comprobar los cambios que el paso de tiempo ha dejado de forma indeleble en sus rostros. Y el resultado, qué duda cabe, resulta la mayor parte de las veces llamativo.

Si hiciésemos este mismo ejercicio con el sector financiero –estos diez últimos años han sido especialmente sensibles en lo que atañe a la transformación del sector– nos encontraríamos con unas instituciones que en 2009 se encontraban al borde del abismo como consecuencia de albergar sus balances activos dañados procedentes principalmente del negocio inmobiliario, y con limitada capacidad de financiar la actividad económica. 

Recordarán también que esa crisis supuso inyecciones masivas de liquidez por parte de los bancos centrales y el inicio de una larga etapa, en la que aún nos encontramos, al menos en la UE, de tipos de interés cercanos a cero, y con unos resultados financieros que se han visto lastrados por la estrechez de los márgenes y la necesidad de fuertes provisiones.

La crisis financiera sorprendió además a las entidades bancarias con amplias y pesadas estructuras, a la postre un lastre para unas cuentas de explotación que afrontaban la caída de ingresos. Desde que comenzó la crisis, cada día se han cerrado una media de seis sucursales en nuestro país, de manera que, de las 46.000 que llegó a haber en 2008, se ha pasado a menos de 28.000, y es previsible que la cifra continúe descendiendo. A todo ello ha seguido un ajuste en el empleo que, con las previsiones que se manejan para el actual ejercicio, sumaría los 95.000 trabajadores en todo este tiempo.

En paralelo a estos problemas estructurales del sector financiero, del que derivó una crisis de confianza e imagen para todo el sistema, a la altura de los años 2008/2009 comenzaron a emerger nuevos competidores, empresas muy especializadas en determinados nichos del mercado financiero y soportadas por las tecnologías de la información. La propuesta de valor de las fintech estaba basada, y su modelo se mantiene aún intacto, en operativas caracterizadas por mayor agilidad, inmediatez, transparencia y costes ajustados.

A este fenómeno se ha unido en los últimos tiempos la amenaza de los gigantes tecnológicos, que han comenzado a incorporar productos financieros en sus plataformas digitales, empezando a competir con éxito en ciertos segmentos, como pagos. De hecho, recientemente, el Banco Central Irlandés (ICB) autorizaba a la multinacional Google a operar como una entidad de pago en este país y en toda la Unión Europea. Y otras empresas, como la omnipresente e inevitable Amazon, ya han expresado su interés por adentrarse en el sector financiero.

La foto del sector financiero que se nos presenta diez años después nos lo muestra con rasgos muy distintos: a punto de normalizar sus necesidades de liquidez, tras el anuncio de retirada de incentivos por parte del BCE, prácticamente sin vínculos ya con el ladrillo, hoy en su mayoría en manos de fondos de inversión, y a la espera de que la subida de tipos de interés en algún momento de 2020 dé fuelle a sus márgenes.

El saneamiento estructural de la banca se ha solapado con un cambio radical en su modelo de negocio, propiciado no solo por la irrupción de los nuevos operadores, sino por el cambio de hábitos de una clientela acostumbrada ya a operar a través de dispositivos digitales, y que nunca ha considerado como posibilidad acercarse a una oficina para realizar gestiones que tienen al alcance de un clic en sus pantallas.

De hecho, el dinero electrónico supera ya al papel moneda, tanto en nuestro país (el uso de billetes y monedas se ha reducido un 44% desde 2009) como en Europa, donde el uso de dinero en efectivo comienza a ser residual, como ocurre en Dinamarca o Suecia.
Todo ello está obligando al sector financiero a acometer un cambio en el modelo de distribución comercial, que se abre incluso a nuevos negocios complementarios y sinérgicos, y que precisa de profundos cambios estructurales: menor número de oficinas, pero con diferente configuración funcional, y menor número de empleados, pero con mayor cualificación y competencia.

¿Y qué ha pasado con las fintech? Muchas de aquellas propuestas que nacieron al comienzo de la crisis, en el entorno o a partir de los años 2008 y 2009, se encuentran ya plenamente consolidadas, e incluso muchos bancos, a la vista de la magnitud del cambio, han creado sus propias fintech o han desarrollado departamentos de prospección en el campo de la innovación tecnológica. Asimismo, hemos ­empezado a ver colaboraciones específicas entre los dos mundos para ofrecer servicios de valor añadido de forma más eficiente y bajo las propias marcas bancarias; a fin de cuentas, uno de sus principales activos.

En consecuencia, la foto actual es la de un sector en transformación, que ha asumido la necesidad del cambio y que se adapta con dificultades, pero con resolución, hacia el nuevo paradigma digital, donde las claves serán: marca, dispositivos inteligentes y móviles y simplificación de los procesos para que el cliente recobre el poder absoluto sobre el cómo y el cuándo. Y también, como es lógico, sobre el cuánto. Unas prestaciones que hasta hace muy poco parecían impensables en el modelo tradicional. 

Fuente: https://cincodias.elpais.com/cincodias/2019/02/25/mercados/1551120906_680566.html